miércoles, 23 de marzo de 2011

Volver a Mirarlos

Nota de tapa del mes de marzo del Boletin Salesiano argentino


Volver a mirarlos
Según el diario que leamos o el canal de noticias que miremos, será nuestra percepción del mundo. Cada medio de comunicación nos presentará la realidad de diferente manera, como si viviéramos en países distintos y contrapuestos. Pero hay un tema que, miremos donde miremos, se nos instala como única solución: hay que penalizar las conductas inapropiadas de los niños y jóvenes, sin importar las causas y sin reflexionar si estas medidas pueden resolver la agravada situación en que muchos de ellos se encuentran.
Como escribe Alberto Morlachetti, fundador de “Pelota de Trapo” y coordinador del Movimiento de los chicos del Pueblo: “Los medios de comunicación han estado activos: no sobre la suerte de los niños. No sobre el pan nuestro de cada día. Ni sobre el naufragio de nuestra dignidad. El cauto olvido hará su trabajo lento, sin apuro, que para eso tiene la infinita arcilla del desamparo sobre los niños más niños. Sino sobre los pibes de sangre viva y de necesidades impacientes, los que no se resignan a la agonía del destierro ni a la tristeza de la limosna escasa, como diría Martí. Los medios convocan a la defensa social para gloria de la ciudad” (Morlachetti, A., Crónicas desangeladas, 2007).
Y el debate parlamentario sobre la “baja de imputabilidad a los menores” tiene mucho más de oportunismo electoral que de búsqueda de las causas que llevan a estos niños y niñas por caminos que no son los que deseamos para nuestros propios hijos, y por lo tanto no deberían ser los caminos a los cuales ellos están sometidos.

Cuando los niños eran de todos
Hace unos 40 años, una generación soñaba con hacer de un hotel de lujo, en el barrio porteño de Retiro, el hospital de niños. Este cántico popular dejaba entrever que los niños ocupaban un lugar de privilegio en los sueños que prefiguraban un futuro distinto al que fue. Era una sociedad que en sus valores cotidianos grababa que los únicos privilegiados serían ellos.
Si conversamos con nuestros abuelos, seguramente nos podrán hablar de los “hermanos de crianza” o contarnos alguna historia que refleja que en su niñez, los niños eran de todos: un mundo adulto se hacía cargo de ellos y se sentía responsable de su cuidado y de su futuro. No había chicos de la calle, sino chicos que jugaban en la calle bajo la mirada y la palabra de algún vecino que tenía la autoridad que el entorno adulto le daba, para convertirse en personas que aseguraban su cuidado. Y si bien puede sonar a nostalgia de un pasado, recurrir a él nos permite vislumbrar otro futuro, ya que hacer este recorrido nos puede orientar en las causas que nos llevaron como sociedad a ver enemigos en donde deberíamos descubrir las promesas de un mañana.
¿Qué nos paso? Fuimos severamente disciplinados y nuestros corazones adormecidos. Dejamos de ver a una niña con hambre en la puerta de nuestra casa, y reemplazamos su imagen por la de una desconocida que ensucia nuestras veredas revolviendo los despojos que el sistema capitalista les ofrece como dieta para controlar sus calorías.
Esto se logró, entre otras cosas, haciendo desaparecer a una generación y prohibiendo sus sueños, sus libros y sus cantos. El “no te metas” o los “por algo será” abrieron el camino a la ceguera y a la “dureza de corazón”; el miedo y la complicidad fueron haciendo el resto.
Pero una vez recuperada la democracia, otros mecanismos fueron ejecutados para continuar con este disciplinamiento social: la híperinflación nos cerró en nuestros mundos más todavía, impidiendo que soñáramos. Quienes vivimos la carrera de comprar y la remarcación de precios padecimos la inmediatez de solo pensar en el presente y en nuestra sobrevivencia.
Más tarde el desempleo y la flexibilización laboral nos regalaron una mordaza que hizo del silencio y la humillación dos condiciones necesarias para seguir en el mercado laboral. La destrucción de las fábricas iniciadas por José Alfredo Martínez de Hoz encontraba en Domingo Felipe Cavallo su mejor continuador. De querer un país con el derecho a vivir con plenitud, fuimos sobreviviendo a las inmensas derrotas de nuestras esperanzas, y se impuso un pragmatismo que fue robando nuestra capacidad de reaccionar y de decir con claridad qué país queremos.
Y esta es la pregunta fundamental que debemos hacernos con respecto a la situación de nuestros niños y de nuestros jóvenes, especialmente de aquellos que todo les fue quitado en nombre de un sistema económico que los sacrificó en vida, en beneficio de unos pocos.

Volver a mirarnos después de mirarlos
Podemos elegir distintas respuestas al problema de los niños y de los jóvenes, como ocurrió recientemente en Salta, tras conocerse las muertes por desnutrición de al menos diez niños: por un lado las autoridades decían que era “un problema cultural y no sanitario ni social, porque los aborígenes no concurren al hospital”. Por el otro, las palabras del Equipo Nacional de Pastoral Aborigen, quienes en un comunicado a la prensa afirmaron: “Que la desnutrición de esas comunidades, problema esencialmente socio-económico, no ha sido revertido por ningún gobierno en los últimos 200 años, porque los pueblos originarios han sido y siguen siendo objeto de ‘prácticas sociales genocidas’, inclusive por aquellas instituciones o políticas que refieren ayudarlos. Su eterna condición de pobres estructurales así lo demuestra.”
En octubre pasado el gobernador de la provincia de Misiones, Maurice Fabián Closs, hablando de la mortalidad infantil, decía: “El año pasado se murieron 329 nenitos, es un índice de mortalidad infantil de 12,3 por mil, en la década del 90 era de 33 por mil. Este año ya se murieron 206 chicos, pero el año pasado a esta altura se habían muerto 253”. Estas muertes no engrosaron los titulares sobre la inseguridad, ni tampoco sirvieron para plantear un debate parlamentario para terminar inmediatamente con el hambre. Es casi como decir que estas muertes son una fatalidad. Hay una diferencia ética radical entre ver así las muertes de estos niños, y decir con claridad que “el hambre es un crimen”.
Hay un ejercicio que es doloroso pero que nos ayuda a volver a mirarnos: consiste en poner el rostro de nuestros niños en cada uno de estos niños, ponerle los nombres que elegimos para nuestros hijos, sentir que son realmente nuestros.
Por eso, en el caso de los niños y de los jóvenes necesitamos preguntarnos qué queremos hacer como sociedad y como personas. Podemos retomar viejos proyectos, al estilo de Luis Agote quien, según el Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, el 8 de agosto de 1910 propuso que los diez mil niños que deambulaban por la ciudad fuesen llevados al lazareto de la isla Martín García. O al estilo de los edictos policiales como el del jefe de policía Aureliano Cuenca en 1886: “prohibiendo que los menores se entretengan en el juego del barrilete en la vía pública”. Más tarde, en 1892, el Dr. Daniel J. Donovan, a cargo de la jefatura policial, prohibió a los menores vagar en las calles de la ciudad o jugar a la pelota (Cfr. Morlachetti, A., Que cien años fue ayer, 2009). O bien podemos asumir que todos los niños son nuestros niños, que tienen que ser cuidados y protegidos, que como gritan las paredes avergonzadas de tanta deshumanidad, “los niños no son peligrosos, están en peligro”, y nuestra responsabilidad como adultos es llenarlos de vida y de ternura.
Elegir el camino que queremos recorrer tendrá sin duda la necesidad de preguntarnos cuánto vale la vida humana y, en un año electoral, discutir qué tipo de sociedad estamos dispuestos a construir, más allá de a quién votar, y sí, mirando a los ojos de nuestros niños y jóvenes, preguntarnos si queremos vivir con ellos en un lugar donde las cárceles sean más importantes en las soluciones que las fábricas, las casas, los hospitales y las escuelas.

Por Pablo Rozen

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